miércoles, 27 de abril de 2011

El Secreto de la Piedra Filosofal.


En cierta ocasión dos hombres buscaron la tutoría de un maestro alquimista. Querían conocer los secretos de la Piedra Filosofal: aquella joya que convertía el plomo en oro. Con este fin emprendieron un largo viaje que los llevó a pueblos allende de las montañas.
El Maestro Alquimista, antes de enseñar a sus discípulos la fabricación de la Piedra Filosofal, llenó la testa de sus jóvenes alumnos con formulas y símbolos químicos.
Tras varios años de arduo estudio, creyó que sus alumnos estaban preparados para aplicar lo que habían aprendido.
-Ahora deberán abandonarme- dijo el Maestro Alquimista-. Y, de igual manera que hizo mi maestro, yo, les obsequiaré tres barras de plomo a cada uno. Deben prometerme que al final de dos décadas, hayan tenido suerte o no, regresarán a verme. No deben olvidar, lo que según mi viejo maestro es lo más importante de la Alquimia: No intenten forzar las leyes por las que se rige el Universo.
Aunque los discípulos no lograron comprender las últimas palabras de su mentor, partieron con los corazones llenos de esperanza. Aquellos años de estudios tenían que ser recompensados.
Los dos hombres regresaron a sus pueblos y se retiraron de la vida pública. Cada cual con sus piezas de plomo en frente aplicaban los conocimientos que habían adquirido, con la finalidad de convertir el metal corriente en valioso oro.
Pasaron los años y la tarea parecía imposible. Uno de los hombres, tras años de derrota, hizo un alto en sus labores para reflexionar. Lo mejor era acabar con aquella obsesión que lo había llevado a la ruina. Vendió la pieza de plomo que le quedaba y compró unos rollos de tela: haría vestidos de corte extranjero, según la moda de los pueblos que había visitado allende a las montañas,  para vendérselos a las mujeres de su pueblo.
Sin embargo, el otro hombre no cejó en su intento y demostrando un gran espíritu continuó por el camino de la alquimia. Había oído que su otrora compañero se había dado por vencido. Así que se felicitaba a sí mismo por su perseverancia.
Pasada dos décadas, ambos hombres, tal como lo habían prometido, regresaron con su antiguo mentor.
Al verlos el Maestro, pensó distinguir cuál de los dos había logrado convertir el plomo en oro.
-No me equivocaré en afirmar que tú no conseguiste convertir el plomo en oro- dijo el maestro dirigiéndose al hombre vestido con harapos y que andaba sujetado de un tosco cayado.
-Así es, maestro. Fracasé en la misión que me encomendó –dijo el mendigo mirando al suelo.
-Sin duda alguna eres tú el que logro transmutar el sucio metal en valioso oro- afirmó el maestro dirigiéndose al hombre que vestía con ropas lujosas y que venía montado en brioso corcel blanco sujetado con bridas tachonadas con diamantes.
-Siento decirle, Maestro, que yo tampoco logré convertir el plomo en oro- dijo el hombre rico- Aún así, aplique al pie de la letra lo que había aprendido, y a eso se debe mi fortuna.
-Y, dime, si aplicaste al pie de la letra lo que te había enseñado ¿por qué no lograste transformar el plomo en oro? Y siendo así ¿Por qué dices que le debes tu fortuna a mis enseñanzas?
-Es muy sencillo de explicar, Maestro. Antes de partir usted nos aconsejó: “No intenten forzar las leyes por las que se rige el Universo”. Después de varios años de intentos infructuosos caí en la cuenta que es imposible convertir el plomo en oro; así que decidí persistir de aquella empresa. Vendí lo que me quedaba de plomo y compré telas, con las cuales, con ayuda de mi esposa, confeccione vestidos según la moda extranjera, que causaron la admiración de las mujeres de mi pueblo. Como lo semejante atrae a lo semejante, los viajeros que visitaban nuestro pueblo no podían dejar de admirar el éxito que había alcanzado. Algunos comerciantes adinerados me propusieron abrir negocios en otros pueblos del país. Ellos deseaban vender los diseños que comerciábamos en mi pueblo. Yo les dije, que estos diseños se vendían por ser novedosos; y que en los otros pueblos estos vestidos se tenían por trajes típicos. Así que les propuse vender vestidos con diseños típicos de mi pueblo, lo que sería considerado como novedoso en los pueblos allende a las montañas. Así poco a poco, fui labrando mi fortuna.
El maestro, después de reflexionar por unos segundos, dijo soltando una resonante carcajada: A eso se le llama convertir el plomo en oro.