sábado, 30 de julio de 2011

ERNESTO ESPERA EL AMANECER FRENTE AL MAR.


Antes del amanecer, Ernesto se despertó, frotó sus ojos con los nudillos de sus manos, se puso de pie, tomó una silla del comedor y salió corriendo al bosque.
Atrás dejó su casa blanca de techo rojo de dos aguas. Atrás dejó al gallo adormilado que pugnaba consigo mismo por despertarse. Atrás dejó los arboles de hojas cobrizas dispuestas a cometer suicidio.
Corrió hacía a la montaña, aquella que hunde sus faldas orientales en las negruras del mar. Aún el cielo era como el ébano.
Dispuso la silla de madera en la cima de la colina, y se sentó en ella. Esperaba que el sol asomara con destellos dorados desde los abismos oceánicos.
Y esperaba. Y dos horas siguió esperando. Revisó su reloj de oro que le regaló su abuelo, el día en que el anciano había considerado el objeto demasiado viejo para lucirlo en público.
-Es extraño –se dijo-. Ya han pasado 120 minutos  y 36 segundos y el sol no se digna a mostrar su rostro.
Ernesto, era un hombre bastante racional. Le gustaba tomar distancia de aquel, tocayo suyo, personaje de Novalìs que llevaba por apellido Von Ofterdingen. Él no tenía nada que ver con sueños, ni con flores azules, ni romanticismo. Para nuestro Ernesto sólo importaba la ciencia, el cálculo y la objetividad. “Las cosas son o no son” y “Ver para creer”.
El problema radicaba en que su biblioteca, de la cual estaba bastante orgulloso, la constituía una sola enciclopedia, y de nivel escolar. El libro había pertenecido a un tal E. Gorgias, aparentemente un familiar suyo, que por efecto del paso del tiempo no llevaba su apellido. Como dato curioso podemos agregar que el tal Gorgias había vivido hace 100 años, y habitado en las regiones ecuatoriales.
 Así que debemos suponer que el conocimiento de Ernesto no era tan amplio como él hubiese deseado, ni actualizado como debería, ni tanto como le convenía.
Sin embargo, nadie le podía criticar por faltarle perseverancia. Y día tras día, se sentó en la colina, frente al mar, esperando que el astro rey apareciera.
Pasaron seis meses, tiempo más que suficiente para que un hombre con dos dedos de frente sacase una conclusión de sus observaciones. Abrió la enciclopedia en el apartado de astronomía, y escribió al pie de un párrafo que trataba sobre “El Día y la Noche”: “Es mentira. El sol nunca aparece”. Tesis bastante arriesgada puesto que en años anteriores había visto al sol asomarse por el oeste.
Recogió su silla, tomó su libro y emprendió el camino que llevaba a su casa, convencido que aquel cuento del sol era una farsa, una simple elucubración de soñadores. “Es inamisible que un libro de ciencia, que se considere serio, publique un artículo de ciencia ficción, buscando engañar a los más jóvenes y menos instruidos”.
En el camino dos hombres tiritaban por el penetrante frío polar. Uno le decía al otro: “El invierno siguiente me mudo de Polo. No aguanto otros seis meses de oscuridad total”. “Te comprendo  –agregó el otro-. Seis meses sin sol es como para volver loco al más cuerdo”.
En este momento, en el que Enrique unta mermelada en una lonja de pan que se convertirá en su desayuno, me viene a la memoria aquel hombre que aseguraba que los pigmeos del Congo eran sólo un cuento, ya que en toda su vida no había visto ni uno sólo (nunca viajó al Congo).