Un hombre le preguntó a dios: ¿Cómo
puedo alcanzar la inmortalidad?
Con el propósito de mostrarle el método
para alcanzar la inmortalidad, al hombre se le concedió nacer y morir las veces
que sea necesario, hasta encontrar, por sus propios medios, la respuesta a su
pregunta.
En cada vida, el hombre buscaba
la manera de no morir; sin embargo, era inevitable el envejecimiento y el
posterior arribo de la muerte.
Transcurrieron muchas vidas, el
hombre cansado de su devenir, decidió abandonar aquel ciclo incesante.
El postrimer día de su última
vida, consciente de que no habría otras vidas, el hombre retozaba en las
montañas, bajo la sombra de un cerezo en flor.
Era otoño, el viento cantaba
dulcemente, acariciando con su frescor el rostro cansado del anciano.
Las flores encarnadas, en el
esplendor de sus existencias, abandonaban este mundo, dejándose caer, llevar,
suavemente en un sinuoso vaivén,
semejantes a innumerables veleros mecidos por la marea.
Tocaban el suelo con delicadeza,
algunas rodaban sobre sus pétalos en un último suspiro, otras retomaban el
vuelo impulsadas por el céfiro.
Aquella visión sublime, se grabó profundamente,
en la mente del hombre. Todo acabaría, todo se olvidaría; más no la imagen de
aquellas flores que hicieron de su breve vida y de su muerte una obra de arte.
En aquel instante, en el último
minuto de su última vida, el hombre vislumbró la respuesta a su pregunta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario