sábado, 22 de octubre de 2016

ALEJANDRO Y DARIO


Un antiguo manuscrito que data del año 300 A.C, hallado entre las ruinas de la antigua ciudad de Alejandría, narra un supuesto dialogo entre Darío, Rey de los Persas y Alejandro, Rey de los Macedonios, que a continuación se reproduce:

Darío: Inclínate ante a mi majestad,  y como señor llevarás a la batalla a millones de esclavos.
Alejandro: Sólo es señor, aquel que a la batalla guía a hombres libres. El esclavo acepta el yugo de su amo, por la esperanza que a su vez él oprimirá a otros.
Darío: ¿Y cuál es la diferencia entre mis persas y tus griegos, dime Alejandro?
Alejandro: Mis griegos no reconocen a otro amo que a sí mismos; tus esclavos reconocen como amos a un millar; y como esclavos a otro millar. El que es Señor no inclina la cabeza ante otro. El derecho natural del griego no es ser señores de otros hombres; los griegos somos señores del Orbe, ese es nuestro derecho natural.
Darío: Si aborreces el poder, entonces de daré tesoros, elige entre mis joyas más preciadas.
Alejandro: Ya tengo los tesoros más grandes que cualquier hombre pueda tener: Virtud y Merito.
Darío: Tendrás Fama.
Alejandro: Ya la tengo gracias a mis méritos.
Darío: Te regalaré Gloria.
Alejandro: Me ofreces lo que no puedes regalar y lo que poseeré por derecho gracias a mi Virtud; porque, mis acciones brillaran, y generaciones numerosas como las pléyades se estremecerán al oírlas; pero, tú sólo serás recordado como el personaje secundario de una comedia, que se opuso con su necedad a la voluntad del  héroe.
Darío: Tras derrotarte, mis esclavos marcharan sobre Grecia, y como lobos devoraran hasta los huesos a los tuyos. Únete a mí, y los griegos se convertirán en lobos, o por lo contrario serán sacrificados como corderos.
Alejandro: Un pueblo de lobos, corderos con dientes en forma de puñales, no puede devorar a un pueblo de Águilas. Aquí en Grecia, sépalo Darío, las Águilas devoramos a los lobos  y corderos por igual.

martes, 17 de marzo de 2015

EL ARTE DE LA DISCIPLINA


Un joven samurái conversando con su anciano maestro, en cierta ocasión critico el estilo de vida del legendario espadachín Miyamoto Musashi.
-No entiendo a qué se debe la fama de este hombre, dijo el imberbe discípulo, no sirve a nadie, no cumple con las ceremonias y ritos, no se despierta antes del alba, entrena cuando mejor le place, no viste armadura, aun así es muy temido entre el populacho y respetado entre los samuráis, incluyendo a los de alta jerarquía como lo es el señor Munenori- vituperó.
-Y dime, joven aprendiz, no ha llegado a la perfección en el uso de la espada.
-Así parece, maestro –respondió el joven.
-¿Entonces, a qué se debe tu sorpresa?
-A que siendo tan indisciplinado haya logrado tanta habilidad en blandir la espada.
-Entiendo tu duda, y nace del concepto herrado que tienes de la palabra disciplina. Mira, sígueme. Observaremos al señor Musashi, como el naturalista estudia el tigre. Así descubriremos, por qué no haciendo lo que tú has dicho ha alcanzado tanta perfección en el Arte de la Espada.
Aún era muy temprano, cuando hallaron a Musashi, aún dormido, tumbado bajo la sombra de un árbol de cerezo. El joven meneó la cabeza de manera desaprobatoria.
El ronin, samurái sin amo, se despertó alrededor del mediodía. Lavo su rostro y su cuerpo en un arroyo cercano. Fue al pueblo, como un monje mendicante se hizo de unas monedas.
-Este hombre es una desgracia -condenó el joven samurái- mendiga para comer.
Tamaña fue su sorpresa cuando observó que el vagabundo iba a una armería y compraba lijas y una piedra para pulir y afilar su arma. Luego le siguieron hasta un bosque alejado, donde cazó unos ratones y arrancó unas raíces los cuales cocinó en una mugrienta cazuela de metal, que contrastaba con el brillo de su arma.
-Mira, cuida de su espada más de lo que cuida de su apariencia- afirmó el Maestro.
Luego de comer, Musashi se tumbó al borde del río que atravesaba el bosque.
-Se quedó dormido otra vez. Este hombre es la mar de perezoso- sentenció el discípulo.
A la mitad de la tarde Musashi se levantó de un golpe, como impulsado por una fuerza interior. Era evidente que no había estado durmiendo. Desenvainó su espada y comenzó a luchar con enemigos invisibles.
-Se ha vuelto loco, maestro.
-Tonto, nos ves que todo este tiempo se echó a meditar, no al estilo zazen, dejando la mente en blanco, sino al estilo bushi, mentalizando sus técnicas, y ahora las práctica en una situación controlada, imaginando a sus oponentes.
Luego Musashi, recogió sus cosas y las guardó en un bolso que colgaba de su brazo derecho, envainó su espada, y sacó de su faldón una hoja de papel, una pluma y un tintero, y apoyando el papel en una tablilla de madera comenzó a escribir.  Y sin dejar de escribir, comenzó a andar, y subió por unos montes, hasta llegar a la cima del más alto.
Hasta allí lo siguieron el maestro y el discípulo.
-¿Maestro qué hace?
-Escribe ideas, tal vez sobre cómo mejorar las técnicas que ha mentalizado, con el propósito de no dejarse engañar por su propia mente.
Luego,  pareció ocultarse entre los matorrales.
-¿Qué está haciendo ahora, maestro?
-Ahora parece estar dibujando un mapa de la zona.
Musashi se quedó observando por varias horas el dibujo que había realizado.
Era la medianoche. Abajo, en un claro del bosque se encendieron unas lámparas. Unos veinte hombres levantaron un campamento. Al rato dos hombres se incorporaron a la pandilla, hacían labores de vigías, informaron, al que parecía el jefe de todos esos, que los alrededores estaban tranquilos y sin rastro alguno de otros hombres. Tras oír estos informes los demás se tranquilizaron, prendieron un fuego y comenzaron a preparar la comida, mientras bebían sake.
El maestro y el discípulo se olvidaron por un momento del vagabundo.
-¿Quiénes son estos hombres, maestro?
-Parece ser la recua del famoso ladrón y asesino Tengu. Parece que se prepara a asaltar este pueblo. Debemos avisar a su señoría.
Sin embargo, apenas había terminado de hablar, cuando vio una sombre que arremetía contra la banda de ladrones. Era Musashi que atacaba de manera frontal. En silencio corrió en línea recta hacía el jefe, y de un tajo certero le partió en dos, sin dejar de correr de manera maquinal se ocultó entre los árboles.
Los ladrones se encontraban conmocionados, no daban crédito a lo que estaba sucediendo. Luego, dos hombres, uno luego del otro, prorrumpieron con gritos desgarradores. Uno se cogía la garganta cercenada, el otro el vientre destajado, ambos cayeron muertos.
¡Nos atacan! Gritaron, cogieron sus armas, pero para esto ya habían caído dos ladrones más. Musashi atacaba a los más alejados del grupo, a los que se encontraban en las aristas. Dejaba que lo persiguieran, y conociendo el terreno, corría en círculo y los atacaba por la retaguardia. Los llevaba a lugares estrechos donde el número dejaba de ser una ventaja. A veces se confundía con los ladrones y aparecía entre ellos para traer la muerte a los incautos; otras veces parecía acosarlos como el perro acosa a las ovejas manteniéndolas en un grupo ajustado, mordiendo a las que se salían del grupo.
En un par de horas Musahi acabó con todo los ladrones. Se sentó a beber y a comer, donde hasta hace poco lo habían hecho sus víctimas.
El maestro y el discípulo bajaron de la montaña y se reunieron con el Ronin. El joven samurái estaba fascinado por la acción de Musahi.
-Le agradecemos, señor, por proteger a este pueblo, y por mostrarnos su iluminada habilidad.
Musashi no parecía sorprendido de ver a los dos hombres. Secamente respondió: no lo hice por proteger a este pueblo; lo hice porque necesitaba aplicar lo que había reflexionado durante todo el día. Ahora dejen de seguirme.
Alumno y maestro regresaron al castillo. Y reflexionaron sobre lo que habían visto el día anterior.
-¿Ahora crees que Musashi es disciplinado?
-Así es, maestro.
-¿Porque tu opinión ha tomado otro cariz?
-He visto que Musashi sacrifica mucho para perfeccionar su arte.
-¿Y qué más?
-Es metódico, en el sentido que integra el aspecto mental (Estudio), espiritual (Mentalización) y corporal (Entrenamiento).
-Qué hubiese pasado con Musashi, si en la mañana se hubiese levantado pensando en una cosa, en la tarde hubiese estudiado otra, y durante la noche hubiese hecho otra.
-Sin duda, no sería tan bueno como lo es. Su perfección nace porque se levanta pensando en el arte de la guerra, estudia el arte de la guerra y hace el arte de la guerra, no importa dónde y cuándo.
-.A eso le llama enfoque. Ahora, porque invertía tanto tiempo analizando cada situación.
-Creo, porque buscaba la mejor manera de hacer las cosas.
-A eso se le llama efectividad, hacer lo que nos proponemos y de mejor manera en cada momento. Ahora bien, crees que el hecho de mantener limpias sus ropas mejoraría su técnica.
-En lo absoluto. Sin embargo, estudiar, mentalizar y entrenar más si lo harían.
-A eso se le llama causalidad. De igual manera que por más limpia que tengamos nuestras prendas esto no evitará que nos mojemos cuando llueva; o que entrenar con una espada ayudaría al alfarero a elaborar las teteras más hermosas.
-Así lo entiendo, maestro. Sin embargo, ahora me siento confundido.
-¿Por qué?
-Parece que lo que hago –levantarme temprano, mantener mis prendas limpias, obedecer a raja tabla lo que ordenan mis superiores, hacer ejercicio físico sin el objetivo de mejorar una técnica de pelea, no me hace mejor samurái.

-En eso estas equivocado. Tu misión, como samurái es servir a tu señor, y las acciones que realizas ayudan a que le sirvas mejor. La misión de Musashi es ser un gran espadachín y las acciones que realiza ayuda a que esto sea así.
-Entonces, la disciplina debe ser juzgada de manera distinta para cada profesión. La disciplina del samurái no es la misma que la disciplina del ronin, o del alfarero.
-Así es. Y debes entender que la disciplina la compone el entendimiento de nuestra misión, pasión por cumplir está misión, mantener preparadas nuestras herramientas (incluso nuestro cuerpo, mente y espíritu), el enfoque, el método correcto para cada profesión, la efectividad en nuestras acciones y la causalidad de estas (o la relación directa que cada acción tenga con la consecución de nuestra misión).
-Ahora lo entiendo, maestro. A partir de ahora tendré en mejor consideración al señor Musashi, y trabajaré como él con el propósito de servir mejor a mi señor.

jueves, 15 de enero de 2015

LA MANSIÓN DEL CENTRO DEL UNIVERSO

 
Al día siguiente, cuando la humanidad despertó, se miró al espejo, y vio su reflejo sin el velo que la cubría. Lo que vio le aterró, porque se distinguió pequeña, y se preguntó ¿Cuál era la misión de seres tan minúsculos en este Universo inconmensurable? ¿Cómo, con brazos tan pequeños, podían soportar el peso del cielo?
La humanidad se sumergió en la tristeza, y le dieron la espalda a la Sabiduría. Al no resistir la realidad, decidió despojarse de lo más valioso que tenía: su alma. El alma le había brindado el amor por las cosas grandes y verdaderamente importantes de este mundo; y sin ella, la Humanidad perdió la conciencia de su verdadera importancia.
En los primeros años de la humanidad, cuando éramos el centro del Universo, un grupo de hombres invocó al espíritu de la Sabiduría. La deidad se infiltró en las mansiones construidas por nuestros primigenios padres; y cierta noche, sin que nadie lo notará, abrió los portones y dejó entrar al fantasma de la Verdad.

Abandonaron las antiguas mansiones, conquistadas ahora por el espíritu de la Sabiduría y de la Verdad; y desnudos, los hombres se cubrieron con objetos, y se dedicaron a perseguir empresas banales. Ocupaban sus mentes con pequeñeces y con cosas sin importancia. Construyeron un nuevo mundo con ilusiones que eran fáciles de domeñar. Se enorgullecían de lo que les era ajeno; y se avergonzaban de lo esencial en ellos; creían viajar en busca de una respuesta; pero en verdad huían de la Verdad. Muy pronto,  fueron incapaces de definirse por sí mismos, e hicieron de las vágatelas que atesoraban su definición.
Hasta la tarde, que un hombre se topó con un mono. Este se asemejaba bastante al hombre. Extrañamente, antes los monos no parecían haberse asemejado tanto a los seres humanos. Entonces el animal le habló y él le entendió
¿Acaso, estos animales han dado un paso adelante? Se preguntó el hombre ¿Acaso han cruzado el puente?
Y el hombre cayó en la cuenta que los monos nunca se habían movido. Fueron los hombres, que escapando del espíritu de la Verdad, habían desandado sus pasos, y se habían ubicado en el lado opuesto del puente.
Con la conclusión que había llegado, después de mucho meditar, el hombre, nuestro hombre, se despojó de las bagatelas que por tanto tiempo le habían definido, y cruzó el puente, en busca de su alma, que aún habitaba las mansiones construidas por nuestros primeros padres, en un tiempo cuando la humanidad era el centro del Universo, y sostenía con sus fuertes brazos el cielo.

domingo, 15 de julio de 2012

EL CÍRCULO DE LA VIDA






Un hombre le preguntó a dios: ¿Cómo puedo alcanzar la inmortalidad?
Con el propósito de mostrarle el método para alcanzar la inmortalidad, al hombre se le concedió nacer y morir las veces que sea necesario, hasta encontrar, por sus propios medios, la respuesta a su pregunta.
En cada vida, el hombre buscaba la manera de no morir; sin embargo, era inevitable el envejecimiento y el posterior arribo de la muerte.
Transcurrieron muchas vidas, el hombre cansado de su devenir, decidió abandonar aquel ciclo incesante.
El postrimer día de su última vida, consciente de que no habría otras vidas, el hombre retozaba en las montañas, bajo la sombra de un cerezo en flor.
Era otoño, el viento cantaba dulcemente, acariciando con su frescor el rostro cansado del anciano.
Las flores encarnadas, en el esplendor de sus existencias, abandonaban este mundo, dejándose caer, llevar, suavemente en un  sinuoso vaivén, semejantes a innumerables veleros mecidos por la marea.
Tocaban el suelo con delicadeza, algunas rodaban sobre sus pétalos en un último suspiro, otras retomaban el vuelo impulsadas por el céfiro.
Aquella visión sublime, se grabó profundamente, en la mente del hombre. Todo acabaría, todo se olvidaría; más no la imagen de aquellas flores que hicieron de su breve vida y de su muerte una obra de arte.
En aquel instante, en el último minuto de su última vida, el hombre vislumbró la respuesta a su pregunta.

sábado, 3 de marzo de 2012

EL VIAJE DEL SALMÓN



Sé que he nacido en el mar, aunque hoy no recuerde como he llegado a este lugar. Tal vez, distraído me alejé del océano.
No es que en algún momento de mi vida haya emprendido el viaje; creo que sin darme cuenta me extravié en aguas desconocidas, semejante al niño que ocupado en sus juegos se aleja de su madre hasta perderla de vista.
Incluso ahora, el mar es una imagen borrosa en mis sueños. ¿Cómo es el mar? No lo podría decir.
Sólo recuerdo nadar en un espacio imposible de ser abarcado por los sentidos. Sólo recuerdo, la sensación de libertad, de una libertad conmovedora. Una emoción que te embarga al cerrar los ojos, y que sin darte cuenta dibuja una sonrisa en tu rostro. Sabes que te encuentras en el lugar correcto.
Respecto a mis compañeros, ellos no recuerdan el océano, por lo que lo consideran una ensoñación de filósofos. Lo toman por un mito de algún pueblo primitivo.
Me obsesiona volver al mar. Dejar este río. Abandonar la pequeñez por la grandeza; la opresión, por la libertad.
Adiós, compañeros. Me marcho. Los dejo. Parto en busca de mi sueño, de mi origen.
Todos ríen.
No creí que el camino fuera tan difícil. Nadar contra la corriente, cuesta arriba, sobre el lecho pedregoso. Qué difícil es.
Mi frágil cuerpo se estrella contra las rocas. Es acaso que mi alma también se quebrantará.
Salto sobre las cascadas; pero la corriente me arrastra al principio. Luego de muchos intentos, logró vencer la fuerza que me hace retroceder.
El camino ahora se me hace fácil. La pendiente es poca pronunciada, el caudal lo suficiente para remontar el río sin dificultad.
En verano, el sol se eleva. El calor seca el agua de las rocas. El caudal del río ha disminuido hasta ser un pequeño charco de agua empozado entre los cantos. Y día a día, el tamaño de aquel charco se reduce.
¿Acaso moriré en este lugar? Lejos de mi hogar. ¿Acaso moriré en esta gota de agua? Mi cuerpo se arrastra de manera dolorosa entre las piedras ardientes. Me contorsiono desesperado en busca de agua para poder respirar.
La sequia me sitia. Espero que la muerte llegue en cualquier momento. Pero no cejo en mi avance. Mi voluntad empuja mi cuerpo.
La Fortuna me ha bendecido con la lluvia; el agua cubre el desierto. Nado poseído por un nuevo espíritu, con fuerzas renovadas.
Muchos han perecido; la sequia los ha matado. Pero yo no he sucumbido, me he sobrepuesto al destino y a la muerte. A pesar que ya no soy el mismo de antes: mi cuerpo ha perdido su dulce color anaranjado y se ha tornado gris y mis aletas duras, ahora son marañas de hilachas.
El río parece ensancharse. Me siento transportado por una misteriosa corriente. El sabor del agua es distinto. ¿Será el gusto de la sal?
Soy expulsado a la inmensidad. He llegado. Lo he logrado. Nado en las aguas inconmensurables del océano. Lágrimas bañan mis mejillas.
Cierro los ojos, y una sonrisa se esboza en mi rostro; al abrirlos, me percato que no estoy sólo. Otros salmones nadan en torno a mí. ¡Pero qué distintos a mis antiguos compañeros! ¡Qué majestuosos! ¡Qué imponentes! Sus miradas están llenas de sabiduría y sus voces son profundas.
Al percatarse de mi presencia, uno de ellos se acerca, parece resplandecer. Me dice: Bienvenido, te estuvimos esperando.


jueves, 11 de agosto de 2011

LAS DOS ÁGUILAS Y EL VIENTO


En las alturas de las montañas habitaba una joven águila que aún no había aprendido a volar. Convencida que ya había llegado el momento de abandonar el nido, y teniendo el vuelo como empresa fácil, extendió sus alas y emprendió una precipitada carrera creyendo así que el viento trabajaría a su favor; sin embargo el soplo del céfiro en lugar de elevarlo creaba resistencia sin permitirle alcanzar las alturas.
Llegó a la conclusión, que siendo el viento un obstáculo, debería esperar a que este cesara. Y así lo hizo; y aunque logró elevarse, sus vuelos no eran más que simples planeos en descenso.
Pasaron algunos años convencido de que volar no era más que caer lentamente. Cierto día, divisó en las alturas un majestuoso compañero que planeaba alrededor del círculo solar. Aquel portento del vuelo,  maniobraba a su antojo, ora en picada, ora en caída libre, ora en barreno, ora elevándose de manera repentina.
Tras un par de horas de vuelo, el visitante aterrizó al lado de su congénere que lo observaba con admiración por su dominio aéreo. Luego de intercambiar algunas palabras de cortesía, la más joven de las aves preguntó cómo hacía para sostenerse tanto tiempo en el aíre.
La más experimentada de las águilas respondió: -Sabes, es el viento el que me impulsa. Y cuando el viento parece haberse mudado a otro sitio, me elevó allí donde aún sopla”.
-Yo he intentado volar con el viento –dijo el joven-. Pero en lugar de impulsarme, me mantenía anclado en la tierra.
-Lo que te ocurre es algo común entre los más jóvenes de nuestra especie. Deben seguir intentándolo hasta triunfar sobre la fuerza eólica. Con el tiempo la potencia de tus alas sobrepasará la resistencia del aíre.

Moraleja


En ciertas ocasiones los problemas que no nos permiten elevarnos, son los mismos que luego nos permiten volar hacía las alturas. Si quieres remontarte a mayores alturas, utiliza los problemas como oportunidades.

sábado, 30 de julio de 2011

ERNESTO ESPERA EL AMANECER FRENTE AL MAR.


Antes del amanecer, Ernesto se despertó, frotó sus ojos con los nudillos de sus manos, se puso de pie, tomó una silla del comedor y salió corriendo al bosque.
Atrás dejó su casa blanca de techo rojo de dos aguas. Atrás dejó al gallo adormilado que pugnaba consigo mismo por despertarse. Atrás dejó los arboles de hojas cobrizas dispuestas a cometer suicidio.
Corrió hacía a la montaña, aquella que hunde sus faldas orientales en las negruras del mar. Aún el cielo era como el ébano.
Dispuso la silla de madera en la cima de la colina, y se sentó en ella. Esperaba que el sol asomara con destellos dorados desde los abismos oceánicos.
Y esperaba. Y dos horas siguió esperando. Revisó su reloj de oro que le regaló su abuelo, el día en que el anciano había considerado el objeto demasiado viejo para lucirlo en público.
-Es extraño –se dijo-. Ya han pasado 120 minutos  y 36 segundos y el sol no se digna a mostrar su rostro.
Ernesto, era un hombre bastante racional. Le gustaba tomar distancia de aquel, tocayo suyo, personaje de Novalìs que llevaba por apellido Von Ofterdingen. Él no tenía nada que ver con sueños, ni con flores azules, ni romanticismo. Para nuestro Ernesto sólo importaba la ciencia, el cálculo y la objetividad. “Las cosas son o no son” y “Ver para creer”.
El problema radicaba en que su biblioteca, de la cual estaba bastante orgulloso, la constituía una sola enciclopedia, y de nivel escolar. El libro había pertenecido a un tal E. Gorgias, aparentemente un familiar suyo, que por efecto del paso del tiempo no llevaba su apellido. Como dato curioso podemos agregar que el tal Gorgias había vivido hace 100 años, y habitado en las regiones ecuatoriales.
 Así que debemos suponer que el conocimiento de Ernesto no era tan amplio como él hubiese deseado, ni actualizado como debería, ni tanto como le convenía.
Sin embargo, nadie le podía criticar por faltarle perseverancia. Y día tras día, se sentó en la colina, frente al mar, esperando que el astro rey apareciera.
Pasaron seis meses, tiempo más que suficiente para que un hombre con dos dedos de frente sacase una conclusión de sus observaciones. Abrió la enciclopedia en el apartado de astronomía, y escribió al pie de un párrafo que trataba sobre “El Día y la Noche”: “Es mentira. El sol nunca aparece”. Tesis bastante arriesgada puesto que en años anteriores había visto al sol asomarse por el oeste.
Recogió su silla, tomó su libro y emprendió el camino que llevaba a su casa, convencido que aquel cuento del sol era una farsa, una simple elucubración de soñadores. “Es inamisible que un libro de ciencia, que se considere serio, publique un artículo de ciencia ficción, buscando engañar a los más jóvenes y menos instruidos”.
En el camino dos hombres tiritaban por el penetrante frío polar. Uno le decía al otro: “El invierno siguiente me mudo de Polo. No aguanto otros seis meses de oscuridad total”. “Te comprendo  –agregó el otro-. Seis meses sin sol es como para volver loco al más cuerdo”.
En este momento, en el que Enrique unta mermelada en una lonja de pan que se convertirá en su desayuno, me viene a la memoria aquel hombre que aseguraba que los pigmeos del Congo eran sólo un cuento, ya que en toda su vida no había visto ni uno sólo (nunca viajó al Congo).